La crónica francesa de Wes Anderson resulta una crónica de sinsabores

Ana Jiménez
3 min readOct 26, 2021

Wes Anderson ha creado un prodigio de pieza visual a la que le falta el alma. El director tejano nos traslada a la ciudad ficticia de Ennui para contarnos una historia que rebosa nostalgia, ambientada en la redacción de un peridódico sobre la vida francesa. La crónica francesa se compone cual antología de 4 historias coincidiendo con las secciones de la publicación. Bill Murray es el editor jefe de la revista y el enlace entre lo que se nos narra.

La crónica francesa

La primera historia es una guía de la ciudad, una introducción colorida y rítmica que mete de lleno al espectador en los estereotipos franceses y en el estilo característico de Anderson. La segunda, es la sección cultural, la historia conducida por Tilda Swinton que nos presenta a un artista encarcelado que ha encontrado su inspiración en la guardia de la carcel. Continúa Anderson su antología con la crónica de una revolución, inspirada en la del 68. La periodista interpretada por Frances McDormand narra el idilio del joven revolucionario, encarnado en Timothèe Chalamet, con la lucha social y el amor. Se cierra con quizás la más estrambótica de las 4 historietas, la de un secuestro y un crítico “culinario” que nos lo cuenta de forma demasiado lirica, incluyendo un fragmento de animación que puede ser el momento más brillante de toda la película.

Wes Anderson tiene un público fiel al que ha acostumbrado a grandes obras, pero más que eso, nos tiene acostumbrados al juego constante, al puro cine. Tras realizar la película de animación Isla de Perros, ahora vuelve a presentarnos un film más cercano en fondo y forma a su Gran hotel Budapest. La crónica francesa es una película en la que demuestra su dominio, y el de su director de fotografía Robert D. Yeoman, creando una puesta en escena icónica y deslumbrante. Los actores se convierten en una parte más de un escenario grandioso, piezas de un puzzle que Wes Anderson controla a la perfección en un tablero intrincado lleno de juegos con los movimientos de cámara, los travellings, el color y sus cambios a blanco y negro.

El homenaje es lo que ha hecho posible esta película. Un homenaje a las revistas culturales, al New Yorker, como bien indica el listado de nombres a los que se les dedica el film que cierra la película. Es una película que pretende ser sobre contar historias, pero este objetivo queda eclipsado por la formalidad deslumbrante de la que hace gala. Historias que pese a su intento de originalidad resultan repetitivas, personajes que se constituyen como iconos de ideas no desarrolladas, y que tampoco forman un conjunto inolvidable. Una película repleta de símbolos que nunca llegan a ser historias en su totalidad.

El formato antológico peca de historias con finales atropellados, poco profundas y con una necesidad de contextualizar en exceso que impiden que las imágenes fluyan con naturalidad. Esto provoca la ausencia de diálogos brillantes, resultando en una narración en voz en off, la narración periodística, extremadamente tediosa. Cualquier momento de silencio se convierte en esta película en una bendición.

Es una película que rebosa referencias al cine francés, a Tati, aunque sin el ingenio que lo caracteriza, a la nouvelle vague y a Godard en particular. Todos estos elementos resultan un bonito envoltorio de insulso sabor.

En ocasiones la disfrutable La crónica francesa de Wes Anderson deja un sabor amargo, insuficiente en guión y desmesurada en estilo, pues su excesivo formalismo se constituye como un Narciso cualquiera que se ha enamorado de sí mismo.

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Ana Jiménez

Oh capitán, mi capitán — Escribo sobre cine y libros